En los años 70 del siglo XX, la llamada crisis del petróleo puso de manifiesto que la capacidad y el ritmo a la que la economía capitalista, con una fuerte base industrial, para generar beneficios no era lo suficientemente potente y rápida. Las inversiones en los equipos industriales tardaban demasiado tiempo en rentabilizarse, y cuando lo hacían lo beneficios no eran lo suficientemente altos.
En el momento en que parecía que la profecía de que la tendencia decreciente de la tasa de ganancia era un hecho, la economía capitalista dio un giró, y como el Ave Fénix renació de sus cenizas industriales. Los bancos, los fondos de inversión y otros agentes financieros, que hasta el momento habían tenido un papel secundario (financiar la actividad productiva a cambio de unos intereses), pasan a convertirse en los protagonistas principales del drama. Ya no se dedican a prestar dinero a cambio de un interés, ahora compran los negocios (una fábrica de acero, un astillero, unos grandes almacenes... lo que sea), exprimen a fondo el negocio y, cuando los beneficios ya no son tan altos y tan rápidos, abandonan el negocio. Por el camino, dejan un rastro devastador, en el que los derechos de las trabajadoras suelen ser una de sus primeras víctimas.
La financiarización de la economía, que es como llaman los economistas a este proceso, va acompañado de la mercantilización de las relaciones humanas. Todo es susceptible de convertirse en una mercancía. Las tareas de cuidado, en un sentido amplio que incluye a los Servicios Sociales de todo tipo, son el más claro ejemplo de esta mercantilización. Lo que debería ser un servicio público, acompañado por la iniciativa social y el apoyo mutuo, se convierte en una mercancía. Y así, no encontramos con empresas que se dedican a la gestión de la limpieza urbana, a la gestión de residuos o a los proyectos de ingeniería presentándose y ganando el concurso de gestión de lo que debería ser un servicio público donde el lucro no tuviera sitio. Por ejemplo, un servicio de emergencia social o un albergue para personas sin hogar. Y como el objetivo de la empresa, por definición, es la obtención de beneficios para sus propietarios, hay que abaratar costes: rebajando la calidad del servicio, limitando las prestaciones que se ofrecen, vulnerando los derechos laborales... Lo que no debería ser mercancía, los derechos sociales, pasa a serlo. Sabemos que el mercado se nutre de las comunidades productivas (una sociedad que se dota a si misma de recursos sociales, ambientales, culturales... tanto públicos como de iniciativa social), pero es incapaz de de producirlas. De hecho, en su desarrollo normal tiende a destruir los vínculos sociales sobre los que se articulan estas comunidades.
Ejemplo de todo esto, a la manera española (empresas que basan su negocio en la contratación pública), es lo que sucede en el Samur Social de la ciudad de Madrid, gestionado por Atento, una empresa del grupo Clece. Las trabajadoras del Samur Social se están movilizando ante la vulneración de sus derechos (malas prácticas en las nóminas, modificaciones en los calendarios laborales que implican trabajar más y ganar menos, carencias en uniformes y material de protección...). Con toda seguridad, las situaciones que denuncia no se producirían si el servicio fuera de gestión pública directa.
Afortunadamente, como nos enseñó K. Polanyi, nuestras sociedades urbanas siempre superan la capacidad del mercado para mercantilizar las relaciones sociales que las constituyen.
Juntarse para cultivar un huerto urbano, bailar swing en El Retiro, organizar las fiestas del barrio junto a tus vecinos, formar parte de un club de lectura en una biblioteca pública, ser miembro de una comunidad religiosa... Hay muchas maneras de resistir.